lunes, 27 de enero de 2020

22 de enero de 2020, MADRID RÍO

Hoy es tarde para el café. Son las 11 de la mañana y nos encontramos en la estación de metro de Lago, en la Casa de Campo de la todavía capital de España. Nómina: Antonio, Gonzalo, Ignacio, José Luis, Marc, Pedro, Rodrigo y este cronista, hoy de la Villa y Corte. Más tarde, a borde manteles, se nos adhiere Joaquín. Estamos aquí por acertada decisión de Antonio, que ha cambiado su primera propuesta, la de una excursión por el campo propiamente dicho, por este paseo por la Casa de Campo y la orilla del río Manzanares a la vista de las previsiones de mal tiempo, lluvioso, ventoso y hasta nevoso. Antonio es muy especialista en paseos por Madrid y el que suscribe le agradece mucho sus sugerencias, que va anotando para ponerlas en práctica así que pasen los años y los horizontes se estrechen o se ensanchen o, no vayan ustedes a creer, en cualquiera otra ocasión más cercana, que no hay nada más bobo que vivir en una ciudad con tantos atractivos y, por dejadez unas veces o por ignorancia otras, dejar de conocer calles y plazas, rincones, parques y jardines, museos, cines y cafés, terrazas, palacios y hasta mataderos y salas de despiece.

Por ejemplo, en las fotos de debajo y a nuestro paso en esta mañana gris, el nuevo embarcadero del lago, tan pimpante; el palacete de los Vargas, tan restaurado; el acueducto de Sabatini y su fuente, tan rosa; y el cauce del río, tan ecológico, con el puente del Rey al fondo. Pena no haber podido visitar, justo al comienzo del paseo, el Centro Entomológico Manuel Ortego y el Centro de Información y Educación Ambiental de la Casa de Campo, ambos cerrados. A este cronista le gusta la entomología y no le importaría aumentar su información y educación ambiental (y cree que a sus amigos, en mayor o menor grado, tampoco), pero no ha contado con que los encargados de velar por el uso de los bienes públicos tienen sus ritmos y sus horas y que no siempre aciertan a compartirlos con la gente corriente. Otra vez será, si acaso.



El paseo transcurre sin sobresaltos; apenas algún ciclista, algún corredor con calzas negras, gente con su edad, mamás con el carrito del bebé y aves variopintas. En el puente del Principado de Andorra, un púlpito para observar la corriente y dirigirse con una homilía, si es el caso, a la nueva fauna del río; y para una foto de los componentes de la marcha de hoy, tan joviales.



Además de mirar a los paseantes y ver el río y como va repoblándose su cauce, también se pueden ejercitar las articulaciones en zonas de juegos para niños y para ancianos (circuitos biosaludables se llaman hoy, ¡señor, qué cruz!). En una de tales, en las proximidades de los restos del estadio Vicente Calderón, Antonio le da vueltas al manubrio con gesto de organillero castizo, que organillos ya se ven pocos, ni niñeras ni soldados que-por-nosotros-están-chiflados, ni barquilleros... Los restos del estadio, su enorme cristalera, aún atraen también la mirada. Por poco tiempo.



Mucho, ahora en serio, hay que mirar durante el paseo, y no es cosa de que el cronista se transmute en guía turístico, que tiene el lector mucha información al alcance de la mano y al alcance del ratón, como ésta.

En el puente de la Arganzuela ya luce el sol y un fragmento del grupo se vuelve a hacer una foto. El Manzanares está turbio, señal de que ha llovido en los días pasados. Isletas del cauce, pasarelas y puentes, nuestro Sena, nuestro Támesis, nuestro Tíber, nuestro Nervión... todo ello con las debidas disculpas a parisinos, londinenses, romanos y bilbaínos, especialmente a estos últimos, pero es que los madrileños nos contentamos fácilmente y para chulos, nosotros.



Y por si fuera poco, antes de terminar el paseo, la visita al invernadero del Palacio de Cristal. Aunque ya apenas hacía frío fuera, se disfruta de la temperatura casi tropical y, cómo no, de la enorme variedad de plantas. Entiendo que Rodrigo reconoce alguna de ellas como originaria de su querida nación del istmo, la de los peces y las flores. Aunque los hay aquí, este cronista no ha sido capaz de ver muchos peces; flores sí, quizá no tantas como las que brotarán un par de meses más adelante, cuando pienso volver: ¿se apuntan?.



Alocasias y bromelias, rosas de China y palmeras...



Bambú sagrado, miramelindos, alegría del hogar... y qué sé yo, que puedo haber equivocado mis notas y que tampoco hay por qué poner el nombre a cada cosa.



A la hora del abordemanteles, en un local del Matadero de platos imaginativos pero dignos, se nos junta Joaquín como había quedado dicho. La tarde se vuelve a agrisar y caen cuatro gotas al dirigirnos hacia el metro. La obtención de un billete de transporte en máquina expendedora no siempre resulta fácil, ahora que pasaron aquellos tiempos en que te dirigías a la ventanilla y pedías "un taco" de diez, pero finalmente se logra y cada cual se embarca en el tren de la línea que le corresponde.



La verdad es que el mapa de hoy pinta de otra manera...

domingo, 19 de enero de 2020

15 de enero de 2020, DEHESA DE NAVALVILLAR

Mañana gris donde las haya; fría también. Pero cálida respuesta a la convocatoria de Ignacio para dar un paseo por la Dehesa de Navalvillar: Antonio, Aurelio, Ignacio, Joaquín, José Luis, Marc, Pedro, Rodrigo y el que suscribe, o sea, nueve y lo digo para los de letras.

En honor a Marc, que se reincorpora hoy al grupo tras años de ausencia, Ignacio ha preparado un día belga de cielos uniformemente cubiertos. En honor a esta peña mierconista -y a cualquier otro que se deje caer por estos andurriales- el municipio de Colmenar Viejo, por su parte, ha sembrado en este fincón ganadero tan soso algunas atracciones dizque turísticas aprovechándose de los restos del quehacer humano, unos muy antiguos y otros menos. Así que nuestro paseo consistió en recorrer ese gran tablero como en el parchís, saltando de casilla en casilla hasta regresar al punto de partida acumulando premios.

La casilla de partida estaba en una gasolinera para variar. Hoy no en Cotos sino en Tres Cantos o cerca, también con cafés. Luego había que saltar en coches hasta un descampado con camión enorme, donde nos esperaba Marc desde hacía rato, que para eso se ha venido a España, entre otras razones más importantes, para esperar siempre aunque solamente un poco.



La siguiente casilla contenía la explicación del juego, con mapa incluido, y el grupo se la estudia para no perderse nada o incurrir en falta y tener que regresar enseguida al punto de partida. Hasta la siguiente casilla, el camino se prolonga un buen trecho permitiendo conversaciones y desentumecimientos.



Black Hell Co., casilla con parada de diligencias del lejano Oeste. Nos hacemos una foto. Ignacio, con su cámara sabia, le saca el jugo que puede al stagecoach, que no es poco dadas las circunstancias. Alguien apunta como improbable que la próxima diligencia llegue hoy, así que decidimos seguir. En la mirada de Antonio se dan cita la vana esperanza de que llegue y el gesto desafiante del sheriff.



Hasta la siguiente casilla hay un recorrido más interesante y más gris. El terreno, salpicado de matas de escaramujos, se ondula y prescinde de caminos marcados. Este cronista, que ha visto mucha película del Oeste, se imagina a sí mismo a caballo, lentamente, al paso y bien envuelto en una manta. Los dados nos colocan en la casilla del Complejo Minero Las Gateras. La correspondiente explicación está provista de bancos, de manera que, como son ya casi las 12 del mediodía, hora de Bruselas, nos sentamos allí para dar cuenta del piscolabis. De la mina queda poco a la vista, apenas unas piedras sueltas, pero nos basta con la lectura de los textos para hacernos una idea.



Nuevo salto, corto esta vez, y nueva casilla, ahora yacimiento arqueológico. Se trata de las ruinas, apenas la base de los muros de piedra, de un pueblito, de allá por los siglos VI o VII, cuyos habitantes se dedicaban, dicen los que saben, a la reducción del mineral de hierro y a la ganadería. ¡Bien por ellos, que fácil no debió ser!. En el cuidado de sus restos se ha puesto más cariño que en los de la parada de las diligencias y es que se trata de cosas distintas y de valores distintos. Tras nuestra visita, un largo trecho de buen camino que hay que compartir de vez en cuando con vacas y terneros. El gris del día se aclara y la repentina luz deslumbra un poco a la máquina de fotos, que no estaba preparada -programada dice Ignacio- para estos excesos.



¡Ignacio campeón! La primera parte del juego tiene un claro vencedor que lo festeja subiéndose a una piedra, con los demás haciendo piña alrededor. Hasta llegar allí ha habido que vadear un diminuto arroyo, el de los Cerros, tan discreto, limpio y brillante; tanto, que ni siquiera Rodrigo y Antonio le hicieron ningún asco. Por su parte, este cronista cree que siempre habría que incluir un arroyo o río que vadear en todos nuestros paseos, aunque fuera uno solo y como este de hoy.



Quinta o sexta casilla: vuelta al Oeste. El panel dedicado a interpretar -hoy todo se interpreta, no basta con describir- señala un único resto, una magnífica chimenea de ladrillo, de lo que fue rancho en Montana. Aurelio no es Aurelio sino Clint, cazado por el fotógrafo en el gesto de incredulidad al ver su casa desaparecida; dice que han sido los chinook.



No es un fuerte ni un puesto de observación avanzado. Es el mirador de Peña Gorda, puesto ahí amablemente por el ayuntamiento de Colmenar para mirar. Pero hoy no se ve nada. Tanto es así que hay que recurrir a la brújula y los paneles para averiguar por donde cae el cerro de San Pedro. Pero no pasa nada; la partida continúa y los jugadores se hacen la foto que testimonia su arrojo como caminantes. El líder, cansado de tanto escrutar el tablero, se sienta un momento.



Muy cerca del mirador, todos decidimos seguir el ejemplo de Ignacio y sentarnos, esta vez para almorzar. Son las dos y media de la tarde y no faltan ni el vino de Aurelio, ni los chocolates de Rodrigo, ni el whisky de cantina del Oeste de Joaquín. Baste con la palabra del cronista, porque las fotos del almuerzo brillaron por su ausencia.

Poco duró el descanso porque aún quedaban casillas por jugar. La primera, un nuevo yacimiento arqueológico, el de Navalvillar, que ha tomado su nombre de la finca y gemelo prácticamente del anterior, el de Navalahija. La segunda, el pórtico de entrada al rancho White Rocks. Nada que ver con el rancho Southfork, el de Dallas, más ostentoso y hortera. Aquí ha pesado mucho la vecindad del poblado de la tribu de los chinook, cuyo cercado se puede ver en la misma foto, dotados hoy en día incluso de medios aéreos.



Aún queda una casilla muy interesante antes de la meta final o palacio del sultán. Es la ermita de la Virgen de los Remedios, patrona de Colmenar, que visitamos, y de su yacimiento arqueológico, uno más, aunque quizás el más importante, de entre los de hoy. En la foto, miembros de la peña asomados a los restos de la necrópolis visigoda. Hay allí mismo un bar, en el se celebra el próximo final de la partida alrededor de cafés calientes y bebidas frías.

En la última de las imágenes, la casilla de partida y de llegada. Hacemos recuento y resulta que no ha habido perdedores porque estamos los mismos y nadie se ha comido a nadie. Todos hemos ganado hoy. Sigue gris y frío y el reloj dice que no son todavía las cinco de la tarde.


lunes, 13 de enero de 2020

8 de enero de 2020, VALLE DE LOS MILAGROS

Con la fiesta de Reyes tan reciente, anteayer, no hay sitio mejor para andar que el Valle de los Milagros, el milagro de que este año también hayan venido.


El Valle de los Milagros está en la provincia de Guadalajara. Este grupo, de vez en cuando, sale de los límites de Madrid comunidad -o provincia como era antes-, y se aventura en cualquiera de las comunidades o provincias limítrofes. Que yo recuerde -y es mucho recordar- ya hemos pisado varios miércoles de estos, además de la de Madrid, las comunidades de Castilla y León y Castilla - La Mancha. Incluso se ha pisado, creo que en un par de ocasiones, la comunidad de Valencia, donde Paco A. y sus amigos. Por no hablar de aquella alta ocasión que vieron los siglos en que pisamos la de Aragón y la patria de los galos, todo en el mismo paquete. Si hablamos de provincias limítrofes, no tengo en mis registros anotado que hayamos pisado la de Cuenca, falta imperdonable que habrá que subsanar cualquier año de estos.

Hemos quedado para agrupar efectivos en el área 103 de la carretera A2, a las 10 de la mañana. Puntualmente, aunque no por orden de aparición, nos reunimos a la barra del bar para el café los siguientes: Paco A., organizador del paseo, Ignacio, Rafa, Pedro, Joaquín, Antonio, Rodrigo, José Luis H., Gonzalo y este cronista. Para aquellos a los que les gusta preguntarse todo diré que el orden de aparición en la lista es el de la foto de grupo que se verá más tarde, de izquierda a derecha.

Desde el área 103 hay que hacer un buen trecho en coche hasta Riba de Saelices y, un poco más allá, hacia el Norte, a las inmediaciones de la Cueva de los Casares, lugar referenciado en cualquier mapa y bien descrito en las enciclopedias y similares a causa de sus grabados y restos prehistóricos. La cueva está allá arriba, donde esa especie de castillo. El paseo comienza por la margen derecha del río Linares. Tiempo habrá para cruzar a la otra orilla y a ésta de nuevo y a aquella otra vez y así sucesivamente.



Son las 11 y pico de la mañana soleada y fría. El camino no tiene pérdida por más que las señales que hay allí, al comienzo, intenten confundirnos. Un cartel bien diseñado desvela los íntimos secretos de esa pared de roca rojiza a nuestra izquierda ayudándonos a diferenciar calizas y dolomías de areniscas y conglomerados.



Pero más que las paredes recosas lo que distrae nuestro paseo es el cauce del Linares, precioso espejo hoy del sol, del azul y de las sombras de los titubeantes excursionistas que no se quieren mojar los pies. Una pasarela megalítica facilita mucho el trance.



Un paso más delicado que otros que provoca un breve atasco de tráfico y unos cientos de metros más de andar, en seco y en mojado, llevan a esta cuadrilla hasta una zona abierta donde nos damos a los placeres -nunca ocultos, siempre compartidos- del piscolabis. La conversación gira en torno a la vida media de una cáscara de plátano arrojada en el campo y su potencial efecto nocivo en el medioambiente. Por si acaso, y dado que no hay unanimidad en la conclusión, hoy por lo menos las mondas van a parar a la mochila.



Con las rocas imponentes de Los Milagros ya a la vista, hay motivo sobrado para hacerse la foto de grupo. La roca de la izquierda, la más alta y gruesa, se llama el Puntal del Milagro; su hermana más esbelta, Peña Eslabrada; y aquella que queda más lejos, el Puntal del Canto Blanco. Los nombres de los que están delante de ellas ya los tienen más arriba.



A partir de ahora es la vista de las enormes esfinges en piedra la que preside el paseo, que prolongamos, siempre siguiendo el curso del río, hasta Las Cerradas del Río, un terreno que debió ser de aprovechamiento ganadero, cercado con paredes de pizarra y salpicado de restos de construcciones.





Pero también hay que prestar atención a los minúsculos detalles. El cronista fija su mirada y su cámara en una espina; Ignacio, en lo que supone es la muda de una culebra. De espinas sabe el cronista como de la vida; de mudas de culebra no, bien que le pese.



Y de hielos y carámbanos diminutos basta para saber el sentirlos crujir bajo los pies en las umbrías donde aún permanecen apenas escondidos del sol engañoso de esta tarde de invierno.



Camino de vuelta desde Las Cerradas y antes de almorzar algunos deciden llegarse hasta el pie de la roca, que el trecho no es largo ni la pendiente muy pronunciada.


En el Puntal del Milagro, durante la subida, aparece, esculpida en la piedra, una figura, como un personaje legendario. Su cabeza, vuelta hacia levante, sobresale de la enorme roca: un descubridor quizá, un navegante varado en tierra. Peña Eslabrada, en la foto del centro, da menos juego a la imaginación. En el pie de la roca grande -un conglomerado de arenisca de imposible ascenso- apenas se adivinan tres de los cinco que quisimos tocar el gigante. El cronista, luego, ha retratado a sus compañeros; desde ese punto, el del Milagro ha perdido ya bastante de su apariencia mitológica y parece más bien una magdalena o un mojicón gigante.




Muy pasadas las dos de la tarde el grupo ya completo se reúne para almorzar tomando al asalto pero en paz un promontorio de roca cercano a los Milagros. Creo recordar que no se permaneció allí durante demasiado tiempo a pesar de la buena temperatura y de la vista excepcional de aquellos monumentos en piedra. Quedaba aún la vuelta hasta los coches y el regreso a casa antes de que acabara del todo la breve tarde de invierno.



Ignacio se apresura con su cámara. Las sombras se alargan pero queda carrete todavía en la máquina y hay que aprovechar la preciosa luz de la tarde.



...la luz de la tarde y el color de estas rocas, que ya no sé si son areniscas o conglomerados o dolomías como describe el cartel del comienzo, pero que, con Ignacio al lado, me atrevo a retratar aún a riesgo de saturar un tanto esta crónica, tan pródiga en imágenes y tan magra en texto.



Poco queda ya de camino. A eso de las cuatro y media, quizá algo más, estamos donde comenzamos, aparcamiento y lugar de recreo y de picnic. Allí mismo comenzó el voraz incendio del 2005, que se cobró once vidas y más de diez mil hectáreas de bosque. Hace falta saberlo para relacionar con aquello la juventud de los árboles de la zona.



Gracias a Paco A. por traernos a este paraje tan hermoso antes de volver a su tierra valenciana de adopción: otro regalo, otro "milagro" en la octava de Reyes. Rafa se ha hecho daño en un pie, justo al final del paseo; tiene que recuperarse deprisa, que el miércoles que viene, y sucesivos, ya están ahí mismo.