domingo, 26 de febrero de 2017

22 de febrero de 2017, ROBLEDAL DE LOS HORCAJUELOS

De como el cronista organizó un paseo sin embalses, alambradas, zarzales o túneles, todo con el fin de ahorrarse trabajo en la redacción de esta noticia. Por su parte, el día se ocupó de simplificar la parte gráfica velando algunas de las mejores vistas con una densa nube de polvo africano. Todo quedó un poco sosito, pero tan grato como siempre. Habrá que volver en otoño.


Pero había robles desnudos, árboles singulares - y no soy yo solo quien lo dice sino la autoridad competente- con cuyas imágenes comienzo esta crónica que debería ser simple y breve .




En Rascafría, donde hemos quedado esta mañana, hay churros en el bar y chocolate en una fabriquita muy cercana al aparcamiento. Ambos son de una gran calidad. Antonio dice que el chocolate de la fabriquita de Rascafría es el mejor del mundo. El cronista no se atreve a afirmar tanto de los churros, pero los recomienda.



Entre lo de los churros, la compra de chocolate y los saludos de rigor, se nos hacen las mil y monas cuando comenzamos a andar. Este cronista entiende por mil y monas las once menos cuarto de la mañana, exactamente. La marcha se inicia por calles de Rascafría, hasta llegar a una puerta que da acceso al campo. Allí competimos con un par de chuchos juguetones por el paso de la puerta. Todos ganamos y todos pasamos al campo, pero los chuchos tienen que volver, reclamados por sus dueñas. Estos paseantes también tendrán que volver reclamados por sus dueñas, pero más tarde.



Luego hay una muy larga pista que lleva directamente a Los Horcajuelos, el robledal hoy desnudo. El grupo disfruta de las vistas de la Cuerda Larga, blanca por la nieve y velada por el polvo del desierto. Hacia el norte el cielo está más azul y la cumbre del cerro de los Claveles se ve más como suele ser.




Ya en el robledal, la pista se cubre con un grueso tapiz de hojas, ventaja de estar en el campo y no haber llegado hasta aquí esos diligentes operarios municipales que las soplan de aquí para allá con unos artefactos de sonido muy desagradable.

Este cronista no había sido advertido todavía por Gonzalo de su fea costumbre de fotografiar a sus compañeros casi siempre por detrás, de manera que aquí tienen ustedes una de las que, a partir de ahora, deberían ser escasas imágenes tomadas desde esa posición. No hay un solo día en que se deje de aprender algo.



Al final del largo trecho de 2,5 km. aproximadamente, más o menos recto y que hemos tardado en recorrer 50 minutos entre pitos y flautas, hay un par de curvas en el camino, con forma de zeta. Como indicación para caminantes abstraídos y por no tener mucho que decir, al cronista se le ha ocurrido fotografiar una panorámica de la primera de las curvas.



Los paseantes dan con otra puerta, ésta de gran utilidad e importancia porque facilita o impide, según los casos, el acceso al Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama, nada menos. Los paseantes entran en el Parque, por dicha puerta, en actitud reverente. El cronista, que siempre le busca tres pies al gato, piensa la suerte que han tenido los propietarios de los terrenos de este lado de la puerta, aunque no cree que este sea el momento de iniciar un debate.



Nos sentamos al tentempié, también conocido como piscolabis. Lo que este grupo busca no es solamente tenerse en pie sino tenerse andando, que largo es el camino. A esta hora, 12,15 del mediodía, ya va calentando el sol y sobran algunas de las prendas de abrigo.



Pero en las umbrías queda hielo en los charcos y nieve en la pista: una de las escasas ocasiones de esta temporada en que este grupo pisa la nieve. Por si se nos hubiera olvidado, nada menos que un monolito de piedra labrada se encarga de recordarnos que estamos en la Sierra del Guadarrama. ¡De verdad, que lata nos dan!



Antonio señala unas rocas próximas a nuestro camino como lo que, en las guías de senderismo de Rascafría, se conoce como El Carro del Diablo. En el caso de lo que lo sean, su parecido con un carro es aún menor que el de la Cueva del Oso, visitada recientemente en el bosque de la Herrería, con su original. En el mapa, la zona en que nos encontramos se nombra como Cerro del Diablo. Cerro o Carro, ¿en qué quedamos?. El cronista sospecha que la toponimia tradicional sufre ataques de originalidad e inventiva a manos de desconsiderados creadores, del estilo de los que gustan de juguetear con los nombres de las calles, ahora y antes. A José Luis H. le apetece hacerse una foto en las diabólicas piedras, cada uno es cada uno. Con tan buen pretexto y siguiendo el signo de los tiempos y las modas y para no ser menos, este cronista decide bautizar el lugar como las Rocas de José Luis, enviando el tal diablo a donde le corresponde estar y sin carros ni cerros.



El cronista vuelve a caer en la tentación -pronto se olvidan los buenos propósitos- y fotografía de espaldas a varios de los paseantes. El cronista ha sucumbido a la sugestión de esa fuerte luz cenital que recorta las siluetas y que hace brillar, a través del polvo, la cumbre de Los Claveles.



Son las dos y media de la tarde y nos volvemos a sentar, esta vez en alfombra de hojas, para comer. El cronista se echa las manos a la cabeza: Antonio le ha tomado, junto con Rafa, como motivo de una fotografía. Hemos elegido el punto en el que existe un desvío con el que acortar nuestra marcha hasta los coches. Y es que Pedro quería estar de vuelta en Madrid antes de una cierta hora. Una vez acabado el almuerzo, hoy con ración doble de chocolate, de Rodrigo, el suizo y de Antonio, el rascafriense, decidimos ignorar el muy inclinado atajo y seguir por la ruta trazada, con la seguridad, ofrecida por Gonzalo, de llegar a los coches a las 4 en punto. En cualquier caso, Pedro se entrena en el arte del atajar, que nunca se sabe cuando habrá necesidad de practicarlo. Mientras tanto, sus compañeros disfrutan plácidamente del buen trazado de la pista, tanto casi como lo hace la vaca colorada con su mullido asiento y el suplemento de forraje.



Hay más suplementos de forraje en un juego de comederos artesanales de colores variados. Esta buena gente de Rascafría cuida bien de su ganado. El cronista cree que son buena gente porque, aunque no los conoce, ha oído historias muy ejemplares de sus padres y abuelos, de la boca de pastores y ganaderos, como ellos, del otro lado de la sierra. El cronista cree que las montañas y cordilleras no separan a las buenas gentes, aunque quizá sí a las menos buenas.

A las cuatro de la tarde en punto -bien por la precisión de Gonzalo- estamos atravesando las calles de Rascafría para llegar al sitio donde se han quedado los coches. Pedro se marcha, a tiempo para llegar a sus quehaceres, y el resto nos reunimos, en el mismo bar de la mañana, alrededor de refrescos. Esta vez, además del mapa, he traído aquí el trazado de la ruta sobre el relieve del suelo, tan claro y didáctico: gracias, Ignacio.

Al final, esta crónica ocupa más o menos lo de cualquier otra, aun sin muchos sucedidos y aventuras. El cronista garantiza que lo que se cuenta responde bastante a la verdad del paseo, comentarios y precisiones aparte, que son siempre no solamente bienvenidos, sino necesarios.

sábado, 18 de febrero de 2017

15 de febrero de 2017, EMBALSE DE PICADAS

Donde se describe cómo aumentó nuestra colección de embalses y pantanos, cómo Salva dio un mal paso en el interior de un túnel y cómo un fragoroso espectáculo amenizó la hora del almuerzo, entre otros sucesos dignos de saberse.


El embalse de Picadas es largo y estrecho como la culebra que no quiso posar para la cámara de Ignacio. El Alberche, río del que el embalse se nutre, también es largo y estrecho, como todos los ríos. El embalse de Picadas dicen que se utiliza para la producción de energía hidroeléctrica, para el abastecimiento de agua potable y para regar. Para satisfacción de Joaquín hay que señalar que la central hidroeléctrica del embalse de Picadas no cuenta con una turbina tipo Francis como el del Villar o el de Riosequillo, sino con dos, situadas 200 m. por debajo de la presa y hoy inactivas, según nos informan, por exceso de agua. Y es que el embalse de Picadas hoy tiene que verter parte del agua que contiene. Pero esto queda para el final.

El café de esta mañana ha sucedido puntualmente a las 10, en un mesón cercano al punto de comienzo del paseo, en la carretera de los pantanos, hoy mejor conocida como autovía de los pantanos por aquello del progreso no exento de polémicas. Lo de los pantanos le viene a la tal carretera por conducir al de Picadas, nuestra meta de hoy, y al de San Juan, aguas arriba y pegadito al anterior. El día está espléndido, con temperatura ideal para caminar, entre 7 y 9º, y más claros que nubes. En el lugar en que dejamos los coches hay un aviso sobre las precauciones que hay que tomar para no traer a estas aguas el mejillón cebra, especie dañina donde las haya a pesar de su aspecto inofensivo.



Lo primero que hacemos es alejarnos del embalse para adquirir perspectiva y poner en la excursión un tantico de desnivel, tan útil para entrar en calor y para las estadísticas. Vamos hacia el sur por un sendero poco marcado, en la ladera de la Loma de las Labores.



Y más bien dura labor ha sido como se puede apreciar en alguno de los gestos de los excursionistas apenas tres cuartos de hora después del inicio del paseo.



Damos al fin con una buena pista y con las amables indicaciones que, en caso de faltarnos el gps de Ignacio, Dios no lo quiera, nos permitirían alcanzar sitios de nombre tan sugerente como Cerro de Valdenoches. Hoy todavía no nos hemos visto en la necesidad de saltar vallados, así que nos contentamos con cruzar barreras, siempre con gesto alegre y nunca con la sensación de que estamos haciendo algo indebido. La altura ganada recompensa con buenas vistas de las serranías que se encuentran al norte de nuestra posición. Ahora viene la prueba de la tecnología cartográfica más avanzada para tratar de averiguar el nombre de las cumbres que tenemos delante. Pero a la tecnología aún le falta un hervor y nos tenemos que contentar con apreciaciones y cálculos. Yo me decanto por señalar como La Almenara a ese enhiesto, puntiagudo monte que se ve a la derecha de la foto, apenas a 11 km. (y no a más de 30, Ignacio) en línea recta desde aquí.



Durante todo el camino estos andariegos amigos han venido haciendo cábalas sobre la naturaleza de los causantes de las numerosas huellas que salpicaban el terreno, todavía húmedo de las pasadas lluvias; en los vistosos cobertizos que encontramos sobre el Cerro Pocito está la explicación en forma de un nutrido rebaño de cabras de ordeño, al cuido de dos afanosas, veteranas y diligentes pastoras. A ellas se dirige Antonio para averiguar si, por un casual, no estarán utilizando la leche para hacer quesos ricos que mercar y gustar. Resulta que no, que la leche la venden toda, qué se le va a hacer. El lugar, con sus esbeltos pinos, su mullida hierba verde y sus asientos de piedra berroqueña es perfecto para el piscolabis. Además, desde allí se obtiene una gran vista del embalse a donde nos dirigimos, con la bien trazada pista que bordea su margen izquierda. Pasa alrededor de media hora del mediodía.



Finalizado el piscolabis toca bajar al embalse. Ignacio se adelanta y pone en marcha la máquina de retratar; otros prefieren un paso más contenido, que no hay prisa ni miedo de perderse: de ahora en adelante basta con seguir la pista hasta la presa y disfrutar de vistas y conversaciones sin apenas preocuparse de donde se pone el pie; quizá, como máximo, tratando de evitar los abundantes y profundos charcos que jalonan regularmente la pista. Pero la aparición de la negra boca de un túnel invita a estos corazones intrépidos a lucrar su diaria ración de aventura. Túnel largo, como de 200 m., oscuro como mojón de cochino negro y de suelo más bien liso, excepto en un trecho donde ha habido un desprendimiento de rocas de la pared. Salva, mierconista de corazón intrépido donde los haya, se ha adelantado y tiene la deferencia de señalar a sus compañeros, con una estrepitosa caída, el lugar donde se encuentra el obstáculo traidor. Afortunadamente no ha sido nada, salvo algunas magulladuras que añadir al curriculum, a reserva del oportuno diagnóstico que deberá hacer el galeno de turno.





La pista que recorre el embalse de Picadas es tan larga como el propio embalse. De cuando en cuando se ensancha dejando espacio para que arraiguen árboles y arbustos en la parte que hace de orilla. El cronista piensa, en esta tarde tan amable, lo bien que se estaría allí, sentado entre sol y sombra, con una caña de pescar entre las manos. El cronista es pescador, paciente y un poco perezoso y por eso se le ocurren esas cosas.



En uno de esos rincones que el cronista considera tan propicios para practicar la pesca, una culebra se desliza deprisa entre la hierba. Como en el caso de las vistas sobre el embalse, Ignacio solamente alcanza a fotografiar una curva y media. Ya muy cerca de la presa algunos del grupo debaten sobre la finalidad de los bonitos y funcionales edificios que quedan a la izquierda de la pista según se va. Poco cuesta a estos caminantes tan dados a los oficios ingenieriles concluir que se trata de una estación de bombeo. La estación de bombeo saca agua del embalse y la eleva por una tubería muy gruesa a las tierras que han hendido durante muchos siglos las aguas del Alberche. Y de allí a no sé donde pero seguramente a donde sean necesarias. El cronista, lego en estas materias como en otras muchas, da gracias por tener amigos tan instruidos y por la ingeniería en general, y se queda inocentemente contemplando una insólita chumbera, los reflejos en la superficie del agua y unas flores blancas que parecen anunciar el fin del invierno aunque aún falte mucho.



Cuando, solamente un poco más tarde, alcanzamos la presa, un ruido grande, un estruendo, nos recibe. El embalse está aliviando parte de sus aguas habiendo levantado solo un poco una de las compuertas, pero el efecto es sobrecogedor. El chorro gigante se desliza por un tobogán y salta hacia arriba antes de desplomarse en el estrecho y torturado cauce del río donde los restos de unas antiguas casitas reciben aterrados la rociada de espuma. El cronista y sus compañeros se quedan allí un buen rato dejándose llevar por el espectáculo de ruido y furia: digo esto, copiando a Faulkner, porque el cronista, como el sargento de la guardia civil de la película de Cuerda, a Faulkner le tiene mucho aprecio. De este espectáculo, Ignacio ha dejado un estupendo testimonio gráfico al que puede el lector acceder desde aquí. El cronista, por su parte, ha optado por la imagen en movimiento y el sonido para compartir con excursionistas ausentes y otros lectores ocasionales de estas crónicas el alivio de la presa de Picadas.



Después, al otro lado de la presa, sentados al sol, los paseantes dan buena cuenta del almuerzo que, educadamente, ofrecen compartir con dos operarios de la cosa hidráulica, que vienen a comprobar el nivel de las aguas del embalse. Les debió parecer que aún no era momento de cerrar el grifo, de manera que el espectáculo continuó durante todo el tiempo que permanecimos trasegando el bocadillo y aún más.




La vuelta a los coches se hace siempre por la pista que costea el pantano, de manera que ya es todo terreno conocido, con una luz diferente, eso sí, que va cayendo la tarde y agrisando los colores. Es terreno conocido pero, a pesar de eso, el grupo evita volver a recorrer el pérfido túnel que tan mal ha tratado a uno de sus componentes. Por cierto, que el accidentado hace todo el camino de vuelta de un tirón, con paso decidido y sin una queja.

Ignacio se recrea ahora en los charcos, como un niño pequeño; pero no para salpicar sino para retratar los reflejos. El cronista sigue las advertencias de Ignacio sobre la fotogenia de la pequeña casita blanca y las de Paco A. sobre el subido color malva que han tomado los arbustos de la orilla. Quizá hay una legua larga desde la presa hasta la zona recreativa donde hemos aparcado, pero es una legua silenciosa y discreta, poco pródiga en sucedidos y menos aún en aventuras que relatar, especialmente en ausencia de vallados y alambradas.

A los ausentes más lejanos -Rodrigo, Aurelio-, pero también a los más cercanos -Gonzalo, José Luis A.-, os hemos echado de menos.



A Ignacio le agradezco sus fotografías, mezcladas anónimamente con las de este cronista y que elevan el nivel gráfico de este blog.