lunes, 26 de febrero de 2018

21 de febrero de 2018, LAGUNILLAS DE PEGUERINOS (con nieve)

El tiempo había mejorado desde el pasado miércoles: frío en la sierra como corresponde a la época, vientos de suaves a moderados, cielos más bien despejados, cota de nieve en retroceso. Acercarse en nuestro paseo a las lagunillas de Peguerinos no parecía un plan descabellado desde un martes 20 de cielos azules y una mañana de miércoles de semejante cariz al salir de Madrid. A las 10 de la mañana, durante el café en el puerto de la Cruz Verde, soplaba un ventarrón antipático. Al aproximarse en los coches a Peguerinos, una extensa nube negra cubría todo el cielo visible hacia el norte. "Es lo que hay", dijeron estoicamente, con la sordina de sus tapabocas, los apuntados a la excursión al desembarcar de los coches donde decidimos dejarlos, allá entre la urbanización de Las Damas y el desolado camping Las Navas.



Tampoco los paseantes hicieron remilgos al primer obstáculo del día, que ya vienen conociendo los lectores de estas crónicas la soltura de los de este grupo en el salto de paredes, empalizadas y vallados.



Quizá 2ºC o por ahí, quizá menos: la nieve presente en la pista se va helando por momentos y el hombrecito de nieve, sin bufanda ni nariz de zanahoria, posa hierático y rígido entre Rafa e Ignacio. Este cronista le hubiera puesto helada sonrisa, brazos y botones, pero andábamos más bien deprisa para combatir el fresco y no era cosa de quedarse rezagado.



A la media hora o un poco más del comienzo de la caminata se llega al embalse de Cañada Mojada, que hoy sería Cañada Congelada. Ignacio apunta con sus ojos solo al motivo blanco del paisaje; ha traído la cámara de fotos, que reserva para una monografía de las lagunillas, no sea que las pilas se agoten y la inspiración no de para tanto. Pero le puede la afición y saca la máquina de su funda para retratar su buena sombra y la de otro de sus compañeros sobre la presa del embalse.



Este cronista no quiere ser menos y pide a sus amigos la oportuna pose para la foto de grupo. Bien abrigados, algunas caras cubiertas, y al sol que más calienta, que hoy es poco. Por si las máscaras impiden a ustedes poner los nombres: de izquierda a derecha, Aurelio, Gonzalo, Rodrigo, Ignacio, Antonio, José Luis y Rafa. Para nuestra pequeña historia.



Después no hay más que, siguiendo el rumbo trazado, pisar nieve en el tramo de pista que nos llevará, dando un gran rodeo hacia el oeste, hasta las lagunillas. Marcha incómoda, que hay que elegir entre el posible resbalón en hielo y el pie entero hundido en nieve blanda.



Ese que se ve cruzando el bosque nevado es el arroyo Chuvieco, original nombre de la modesta corriente de agua que, sin embargo, es suficiente para alimentar el embalse. Por eso lo cito, porque me gustan los silenciosos y constantes esfuerzos, casi anónimos, que acaban por llenar un gran hueco de entre los muchos que existen.



Un espacio grande limpio de nieve y algo de resguardo entre árboles, zarzas y piedras, es el lugar del piscolabis cuando pasan las doce del mediodía. Descanso y conversaciones que cuesta dejar atrás.



De la gran pradera encharcada se vuelve pronto a la nieve. Las lagunillas no están lejos y, a pesar de algunas discrepancias, se decide continuar la marcha.



Ahora se camina más bien en silencio, vigilando la pisada y reservando fuerzas. Otro gran llano, en la antesala de las lagunillas. Casi cuesta encontrarlas, enmascaradas bajo el lienzo blanco.



La nueva foto de grupo está incompleta porque alguno anda zascandileando por allí, disfrutando de la hermosura del paisaje, de su soledad. Inquieto y revoltoso está también Ignacio en su paso de baile; viéndole se entiende que no haya tenido tiempo o ganas de pararse cámara en mano y hacer con esta quietud blanca alguna de esas sugerentes interpretaciones a los que nos tiene acostumbrados. Lo que sí hace y con muy buen tino, es ponernos en dirección a la salida, es decir a la vuelta a los coches, y conseguir que no perdiéramos el rumbo en la monotonía de bosque y nieve.



Desde ese punto a los coches, casi la misma distancia que la que hemos recorrido hasta aquí. No entro en detalles, que no los hubo o muy escasos: puede que la dificultad grande del paso en la nieve blanda, entrando en ella a veces hasta la rodilla; un pequeño alto con dátiles para descansar; la tierra intensamente hozada por jabalíes que buscan comida bajo la nieve, huellas de corzos... y de raquetas. Durante la primera parte de este recorrido, una huella de raquetas de nieve facilitaba el paso. Después, solamente alguna otra pisada, desconcertantemente interrumpida de vez en cuando para volver a aparecer más adelante como si su propietario hubiera sido capaz de levitar unos cuantos metros. También esa pisada irregular, misteriosa y espasmódica nos sirvió de ayuda relativa. ¡Dura parte de la jornada!.



Retrasamos todo lo posible el almuerzo hasta abandonar la parte más incómoda del trayecto. Bien pasadas las cuatro de la tarde, dos horas después de la foto de las lagunillas, llegamos nuevamente al embalse. Y en ese lugar que se ve detrás de Antonio, al abrigo relativo del viento, damos cuenta de nuestros bocadillos y del muriel y de los chocolates. Es la última salida de miércoles para Rodrigo antes de su estancia en Panamá y este cronista cree que va a llevarse un buen recuerdo del día de hoy, resbalón aparte: nada más apropiado para desentumecer articulaciones y quitarse el frío de los huesos que el aire cálido del trópico y la sensual cercanía de las aguas de color turquesa y de las chitreanas. Porque no hay otras, ¿verdad Rodrigo?


domingo, 18 de febrero de 2018

14 de febrero de 2018, CAMINO PURICELLI (con lluvia)

Hoy, día de San Valentín ("practique la elegancia social del regalo", decía tal día como éste el fundador de Galerías Preciados en aquellos anuncios mínimos del ABC de los 60), habíamos pensado llegarnos hasta el puerto de la Fuenfría, pero el tiempo no estaba bueno, ni siquiera medio bueno. Con amenaza de lluvia nos reunimos en la cantina de la estación de Cercedilla esos que más adelante se ven en las fotos. Déjenme hacer memoria: Aurelio, Gonzalo, Ignacio, José Luis H., Rafa, Rodrigo y un servidor, bastantes para lo que daba de sí el día, enamorados aparte. Ignacio, al quite siempre, propuso una marcheta algo más conservadora por el Camino Puricelli, lo que nos permitía salir andando desde la propia cantina y evitar posibles patinazos en el aparcamiento de Las Dehesas.



Y así lo hicimos. Andando por la acera -veredita que se dice donde Gardel y Eduardo Falú- de la estación hacia el "caminito" ya había actuado la prudencia de los impermeables y las fundas de macuto. Que son casi las diez y media de la mañana y no hay tiempo que perder.



El Camino de Puricelli dicen que más adelante, desde el sanatorio de la Fuenfría, se convierte en el Camino de la República. Ahora estamos en su comienzo, cuando, esperanzado y optimista, tenía la intención de llegar hasta Valsaín. Camino, caminito, que el tiempo ha borrado... pero no del todo como se puede comprobar en las fotos.



Poco a poco aumenta la cantidad de nieve en el suelo. Al llegar al sanatorio de la Fuenfría ya solamente está limpia de nieve la carretera, limpia de nieve pero no de barro, que embarrados venimos quedando este invierno los del paseo de los miércoles. Allí decidimos seguir camino caminito (melancolía de una tarde gris y ustedes disculpen la reiteración) del chalet del Club Peñalara o Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara como se llamaba originalmente (¿entienden ustedes lo de la melancolía?) y que sea lo que Dios quiera.



Donde el mapa dice -donde Ignacio dice en su mapa-, hacemos el alto para el piscolabis, hoy sin asiento, que todo está mojado y frío. Allí Gonzalo se nos vuelve atrás, a atender deberes familiares. Le deseamos un buen regreso y que no se extravíe. El resto del grupo seguimos algo más, con ambiente muy invernal, hasta el ruinoso albergue Peñalara.



Alguien ha escrito -¿también melancólico quizás?- en la pared del chalet, "érase una vez". Imaginé el interior confortable, los buenos sillones al lado de la chimenea, las bebidas calientes y los esquís reposando en el porche. Hoy, el destino de este edificio es objeto de disputa maximalista entre los que desean convertirlo en hotel de lujo y los que querrían que desapareciera sin dejar rastro. Y así andamos perdiendo el tiempo.



Hora de dar la vuelta, ahora por la calzada romana (de toda la vida), hasta Las Berceas -donde los mapas de madera en relieve- pasando por el puente del Descalzo. Allí retomamos la carretera hasta el sanatorio. Llueve y arrecia la lluvia. Son las dos y pico de la tarde y no vendría mal reponer fuerzas. ¿Habrá algún sitio al resguardo?



Lo hay en forma de parada de autobús ventilada y estrecha donde ejercer la cortesía para cederse unos a otros los insuficientes asientos. Durante el tiempo necesario para dar cuenta del bocata (le echaremos de menos, señor Fraguas) y el muriel, solamente aparece un viajero, al que no le importa compartir con nosotros el espacio de la marquesina, y un autobús.



Para el trayecto hasta la estación y los coches, hora y media bajo la lluvia, elegimos la senda de los Campamentos, más alta y más al oeste que la Puricelli. Poco les puedo contar de esta parte del paseo salvo que alguno de los paraguas se resistió tercamente a adoptar su posición útil hasta que se dio con la tecla. La vista de las vías del tren, rondando las cuatro de la tarde, alegró mucho a los caminantes, casi tanto como los cafés -en simetría perfecta con los de esta mañana- que nos sirvieron en la cantina de la estación antes de despedirnos.



Por otra parte, que sepan todos ustedes que el agua es muy necesaria y que a este cronista le gusta la lluvia. No sé si es el caso de todos los que componen este grupo.


domingo, 11 de febrero de 2018

7 de febrero de 2018, CASA DE CAMPO

El barro, para los pies, decíamos hace menos de un mes en la pista de la ermita de San Antonio. Pues si no quieres caldo, tres tazas, lo que significa que hoy nos hemos fartucado (hartado, en bable, ahora que a cada cual le ha dado por elevar a la categoría de oficial lo que es solamente natural, consuetudinario, familiar y de andar por casa, que es como las cosas deben ser) de barro, en la Casa de Campo de Madrid.

¿Que cómo es que hemos acabado -es un decir- en este parque de la capital? Porque el padrecito invierno sigue cumpliendo con su obligación y nos ha dejado la Calzada Borbónica como la ruta del Mc Kinley, es decir, con mucha nieve aunque sin sus perros huskies y sin sus trineos, cosas aquí todavía escasas y de elevado precio. El previsor Antonio, siempre al quite, se sacó de la manga esta alternativa y bien que le salió. Gracias, Antonio.

Por lo que este día soleado y fresco nos reunimos en un bar a orilla del lago de la Casa de Campo, a las diez de la mañana como de costumbre, para tomar el café y para salir andando todos juntos que es de lo que se trata. Para información de ausentes, elogio de la innovación, defensa de la austeridad y contento del ayuntamiento de Madrid, debo señalar que algunos de los del paseo vinieron en metro desde sus casas.



Lo que se ve en las fotos de encima de estas líneas, todas tomadas nada más comenzar el paseo, se puede resumir de la siguiente manera:

- El lago está vacío temporalmente porque se van a llevar a cabo labores de limpieza y mantenimiento y de remodelado de algunas zonas y usos; todo su perímetro está vallado y hay casetas de obra como la que soporta la pintada "carpas vivas" ante la cual el cronista queda con la duda de si se trata de una llamada de socorro en favor de la vida del ciprínido o de un reclamo comercial que anuncia la venta de pescado fresco.
- Un montón de basura ordenada permite apreciar que el lago ha servido a desaprensivos para desprenderse de neumáticos, sillas de velador, una portería de ¿balonmano quizás?, mangueras y tuberías y restos diversos de metal y de madera.
- Hay escaleras para comenzar, arriba y abajo: es decir, eso de estirar piernas, que viene tan bien a los que ya pasamos de los cuarenta y tantos.



En la subida hacia el cerro de Las Canteras damos con una explanada que parece un campo de fútbol pero que no lo debe ser a juzgar por el empedrado de su superficie. En efecto, se trata, según dicen unos paneles que hay allí, de unas antiguas eras, de cuando la Casa de Campo era más campo que parque y aún se trillaba. Nosotros, o algunos de entre nosotros, nos dejamos tentar por el señuelo de la información escrita y allí nos paramos para aprender. También se aprende con las vistas de la fachada oeste de Madrid -el skyline que se diría en inglés de USA- y el perfil de los edificios que destacan: el gran hotel de la calle Princesa, las torres de la Plaza de España, el Palacio de Oriente, el Teatro Real, la iglesia de la Santa Cruz, la catedral de la Almudena, las iglesias del Madrid antiguo...



Con el barro, quedan restos de la abundante nieve de estos días pasados. Las paradas que dan lugar a las fotos -"conversando a la antigua" se podrían titular- suceden en el largo tramo que en el mapa se nombra como Covatillas, antes de enfilar los pasos hacia el cerro de Garabitas.



En Garabitas, nueva parada, vemos las vistas de nuevo, ahora más hacia la sierra; nos hacemos una foto de grupo; tomamos el piscolabis -son las 12 pasadas-; y cruzamos unas breves palabras con una pareja de paseantes que vienen todos los días andando desde el centro de Madrid.



Después, en el Puente de las Garrapatas, nos acordamos de Braulio y agradecemos la gentileza de la institución que ha instalado cerca de allí unas barras para hacer ejercicio. Ignacio muestra su agradecimiento más ostensiblemente.

Volvemos hacia el lago acortando el recorrido inicialmente previsto, que llegaba hasta el arroyo de la Zarza, bastante más al sur. Dejamos a nuestra izquierda la estación del teleférico -ahora inactivo hasta que se ocupe de él el ayuntamiento de la capital, que tiene previsto imaginativamente transformarlo de atracción turística en una alternativa de transporte urbano; digo yo que como la bicicleta, el patinete eléctrico y el esquí de fondo.



Antes de las 2 de la tarde estamos ya a pie de coche cambiando las botas embarradas por otro calzado. La imagen de Rodrigo y su fotográfica indumentaria precede a la del cocido que casi todos los paseantes trasegamos total o parcialmente en un restaurante a la orilla del lago. Muy merecido colofón de esta jornada por haber afrontado con tanto pundonor y éxito el reto planteado por Antonio.