sábado, 14 de marzo de 2020

11 de marzo de 2020, RÍO DE LA ANGOSTURA

Hemos quedado hoy a las 10:15 de la mañana, en un claro del bosque por donde el km. 32´5 de la carretera M-604, entre el puerto de Cotos y Rascafría. En el mapa del IGN, ese lugar se nombra La Isla y hay allí un par de restaurantes, cerrados ambos a la hora en que llegamos. No hay café, por lo tanto, para los que vamos directamente al punto de encuentro. Antonio y José Luis, previsores, se han parado antes en un bar de Rascafría y han cumplido el trámite. A la hora mencionada nos reunimos allí Antonio, José Luis, Marc, organizador del paseo, Pedro y este que lo es. Han sido baja de última hora Braulio, Gonzalo, Ignacio, Aurelio y Joaquín, afectados por el cierre de colegios. Si esto fuera, que no lo es, una crónica de actualidad, dedicaría un párrafo, al menos, al Covid-19, causante del cierre. Tiempo habrá, si acaso, que todo va a ir muy despacio a partir de ahora. Nosotros, los del paseo de hoy, sin prisas, empezamos a andar río Angostura -una angostura que se convertirá más adelante en la anchura del Lozoya- arriba; no tenemos el gps de Ignacio pero tenemos un mapa mural. Pedro ha traído el suyo impreso y el cronista, por su parte, confía en los mecanismos de su mapa en el móvil.



Hay un puente para cruzar, pero nosotros elegimos la margen izquierda para nuestro paseo. Difícilmente se podría encontrar un camino mejor que este de hoy, pegado a un río alegre, caudaloso, sonoro y limpio.



Las cataratas del embalse de la Presa del Pradillo, un trasunto de las Victoria del Zambeze. No he estado allí, pero me conformo con éstas y no porque en estos tiempos chungos haya que conformarse con lo primero que uno se encuentra.



Y las aguas del embalse, hermanas pequeñas del "estany" del Pirineo. Cavallers, Negre, Sant Maurici..., ¡ay, tanto tiempo sin veros!, esperadme un poco más.



Pasan las 12 y hay que hacer una parada para el piscolabis menguado. Ahí en la foto no se ve, pero seguimos en la orilla del "río que nos lleva", con permiso de Sampedro.



Falta ya poco para llegar al punto más lejano, donde nos daremos la vuelta. Hace calor y viene bien la sombra del bosque, tan denso en algunos puntos que no deja espacio para el paso ni para el desarrollo de los árboles; solo para el liquen invasor. ¿Invasor o simbiótico?; ¿salen los dos ganando o uno hay que lleva más beneficio?. Cada recodo en la corriente es una invitación a permanecer y sentarse en la hierba fresca y mirar y oír.



Tenemos una duda en el camino de regreso, ahora en la margen derecha. ¿Son esos dientes el paso?. Después de unos metros hacia abajo, rectificamos y cruzamos al otro lado tanteando prudentemente por si acaso un desliz. Tampoco pasaría nada porque ¿quién no tiene alguna vez un desliz? Muchas preguntas salen en esta crónica. ¿Tendrá este cronista que hacérselo mirar?



El almuerzo, justo donde se indica en el mapa de después. Tertulia, sí, aunque entorpecida -matizada mejor- por el rumor del agua tan cercana. Pequeñas porciones de selectos alimentos y, aunque sin vino ni chocolates, con whisky de Antonio, el de la gorra japonesa, japonés (el que no lo entienda que me pregunte). Son las 2 y media de la tarde.



En una pasarela bien hecha, José Luis y Marc se sientan con los pies colgando, después de habernos imaginado allí sesteando y con los pies en el agua. Algún día habrá que recuperar el tiempo perdido y poner en práctica esas cosas -pillerías- que, más o menos secretamente, apetecen tanto: la siesta en la hierba después del almuerzo (Ignacio ya dispuesto); lo de meter los pies en el agua (me apunto); el baño "in puribus" (Antonio como precursor); el canto tirolés en un sitio con eco (Aurelio, prepáralo); poner nuestra bandera en lo alto de la Mujer Muerta (pienso proponerlo); y pescar furtivamente en ríos y embalses, recolectar setas y hierbas aromáticas, cortar una pequeña ramita de acebo y una chispita de musgo para el belén... No me hagan caso, son boberías que pueden cortar la digestión o dañar el medioambiente. Menos mal que esto solamente lo leemos nosotros y cuatro o cinco millones de chinos que ya no vienen.



Ahora, otra vez el agua, en vertical, en escalones una y encajonada entre parades de roca, otra. Porque el agua corre hacia abajo y, en ambas fotos, hoy ha sido Pedro el que ha actuado como ojeador.



El salto de la presa, por la tarde, con la luz más plana y el esfuerzo de todo un día ya no es tanto Victoria. Y pensamos que a ese árbol que ha vivido hasta tan mayor al borde de la corriente no le quedan muchos más años. Como a este día magnífico, al que ya le queda poco porque llegamos a los coches.



Los gestos hablan por sí mismos: los de Pedro y Marc, tan contentos; y los de la profunda conversación alrededor del café que brilló esta mañana por su ausencia, como habéis brillado Ignacio y Gonzalo; y Joaquín y Braulio y Aurelio. Y Salva, mas Rodrigo, mas José Luis de A., mas Paco A. Nos veremos la próxima.



lunes, 9 de marzo de 2020

4 de marzo de 2020, CHORRERA DE MOJONAVALLE



Chorrera, bonita y sonora palabra. Chorrera, chorro, chorranca le va bien a las caídas y a los saltos de agua de nuestra sierra; mucho mejor que catarata o cascada, tan ampulosas, tan enormes, tan ruidosas. Hoy este cronista se queda muy a gusto con el título de la crónica y por eso pone la imagen de la chorrera de Mojonavalle como cabecera. Chorrera que queda siempre en sombra o entre sol y sombra, con sus rocas de pizarra negra, de pórfidos y feldespatos, tan pulidas y brillantes; oculta, apartada y discreta en un lejano recodo del camino. Desde arriba, desde donde la corriente del arroyo se despeña, la chorrera de Mojonavalle no se ve y apenas se oye. Los rótulos con su nombre y la pequeña balaustrada de madera, sobran. Casi diría que es lugar para uno, para dos quizá. Sin embargo, hoy, con 11, no ha habido mayor daño a la intimidad, al contrario.

Desde Cotos, donde quedamos esta mañana, al sitio de dejar los coches en la carretera del puerto de Canencia, algo más de 30 km., alrededor de media hora. Antes de las 11 estamos ya andando, un corto trecho y carretera arriba hasta entrar en el monte. Siempre hay que pasar alguna puerta, pero el mundo de la sierra suele ser de puertas abiertas, franqueables para el caminante.



Ese arroyo, quizá el de Canencia, o el de Estepares o el de las Chorreras o el del Toril, bebe de varias fuentes sierra arriba. Es un arroyo modesto, vadeable, pero hoy saca su retranca y obliga a buscar el sitio para cruzar sin mojarse los pies.



Andando en pinares por buena pista, se nos ofrece un cortafuegos ancho y pindio para atajar. Al cronista le asombra la habitual precisión del trazado de la ruta, en dirección, en tiempo. Hoy, un trabajo impecable de José Luis con Ignacio siempre detrás y las huellas digitales que van dejando otros caminantes. ¡Bien visto lo del cortafuegos!



Por debajo y hacia el NO de las Peñas de los Altares, el camino es horizontal siguiendo las curvas de nivel, estrecho y sinuoso, fácil. A todos les gusta, nos gusta. Su trazado parece antiguo porque contiene nivelaciones y refuerzos de piedra que parecen llevar muchos años, muchos, en su posición. Alguien piensa que se creó para transportar piedra desde una gran pedrera que lo cruza; pero otro prefiere pensar que lo hicieron pastores de ganado. Hay un asiento labrado en granito, una pequeña silla perfecta, que no parece obra de las fuerzas naturales. Paco la aprovecha, agradeciendo con el gesto el trabajo anónimo. El cronista, por su parte, se admira de la abundancia de musgo, grueso, esponjoso, precioso, y presiona su textura acolchada con la palma de la mano. Y lo fotografía muy de cerca para que se vea su diminuta flor.



Como en esa parte del camino nos da la hora del piscolabis, el grupo se para y repone fuerzas. El cronista apunta mal al hacer la foto y se deja medio fuera a José María. Espera el cronista le disculpe, que no es el trato que dispensamos habitualmente a los recién llegados.



Las Peñas de los Altares están en una altura que domina el valle de Canencia. Rocas abundantes, dispersas, entre pinos que ocultan las vistas. Rocas de formas diversas, altares sí, pero también mesas de rústico banquete y bolos y cuevas y setas y menhires donde se dan cita el duende y el ángel, el cíclope y el hada, el ermitaño y el druida. Para imaginación, la de los toponímicos gallegos, de los que les invito a disfrutar de una muestra dedicada especialmente a José Luis y a José María: A Pena do Altar, O Cotón do Altar, A Pedra dos Sacrificios, O Penedo da Misa, O Coio do Calvario, A Laxa do Rosario, a Pedra do Púlpito, A Pena das Ánimas, A Pena dos Defuntos, A Fraga das Almas, A Casa do Demo, A Pisada do Tarno, A Cama do Demo, A Pedra do Tangaraño, O Penedo das Verrugas, A Pedra dos Cadrís, O Coto das Barrigas, Testa de Cocho, Cu de Can, O Lombo da Besta... (*) y basta, que nos salimos del objeto de estas letras. Lo que nosotros llegamos a ver en ese punto señalado en el mapa fueron unas peñas como tantas, sedes de musgo y liquen, más o menos altas y más o menos ordenadas. El cronista, dado a excursos particulares dentro de la excursión, se admiró, él solo, de un cercado de enormes rocas, como hecho por gigantes de otro tiempo.



De vuelta de las Peñas, una pista muy practicable, tan ancha y regular que la utilizan vehículos como la vieja reliquia que Joaquín y Braulio investigan y que seguramente sirve a la explotación económica del pinar. Llegamos a Navasaces, esa gran pradera al lado del puerto de Canencia que derrama el sobrante de agua hacia el Colladillo Hondo mediante un arroyo de lecho bermejo.



Se pasa el puerto de Canencia sin sentir y sin sentir nos metemos en una buena pista que es el PR-M12, con algo de subida al principio y un mucho de ni subida ni bajada después y por un largo trecho sin sobresaltos, entre pinares; algún charco, troncos listos para transporte y ni un alma aparte de estos once cuerpos gloriosos.



Cuerpos gloriosos hasta la hora de comer, que va llegando. El excelente comedor que se nos ofrece, anejo a un albergue cerrado desde hace ya tiempo, está demasiado expuesto a las corrientes de aire. El grupo busca otro acomodo en un lugar un poco más bajo, sin asientos corridos pero al resguardo. Nada faltó de los complementos generosos; ni el vino de Aurelio, ni los chocolates de Rodrigo que Gonzalo distribuye, ni el "agua de fuego" de Joaquín.



Abandonamos el comedor improvisado y queda la tarde borrosa y gris como quedan los recuerdos del cronista, que ya no hace fotos durante los almuerzos para evitar esas caras que salen mientras se come. Antes que la chorrera, el arroyo del Toril, más comedido, invade nuestro camino.



Son las tres de la tarde y estamos en la Chorrera de Mojonavalle. Ni mucha ni poca, el agua justa y la luz uniforme y justa también. Ignacio, que queda allí lejos, la retrata una vez más y cada vez sale más guapa. El cronista tampoco se resiste a hacerlo, pero el "efecto seda" es prerrogativa de Ignacio y solo suya.



Un cuarto de hora, algo más, algo menos, en la vecindad de la chorrera, con conversaciones y fotografías y alguna duda sobre el camino de vuelta, si hemos de andar más o menos pegados al río. Acabamos eligiendo el más alto, que los mapas dicen que cualquiera de los dos nos llevará al mismo sitio, por el abedular a la buena pista que pasa por el collado Cimero y, de allí, a los coches.



Hoy, en opinión de este cronista, era mayor la fotogenia de los troncos de pino que los de abedul. Si volvemos en primavera por aquí se volverá a hacer la comparación. Y si miran ustedes el mapa, verán una curva muy pronunciada justo debajo de donde dice Collado Cimero. Pues ahí es donde se ve al grupo tan feliz, y a Joaquín -amplíen la foto si son tan amables- más que nadie a juzgar por su gesto.



Algo más de media hora nos lleva llegar hasta el punto de partida, por buen camino, con buena temperatura y una buena dosis de aurelios que se refleja en el rostro de su inventor... y en el "rojo deseo" de volver a reunirnos el próximo miércoles.



(*) De "Las motivaciones de los nombres de las piedras en Galicia. Cultos, ritos y leyendas". Vicente Feijoo Ares