lunes, 11 de mayo de 2015

6 de mayo de 2015, MONDALINDO CARA OESTE (TAMBIÉN CONOCIDO COMO COTA 1831)

Por si alguien no lo sabía, esta altura de la sierra se nos venía resistiendo. Desde aquella niebla cerrada del 8 de octubre de 2014 hasta hoy, el tiempo nos la jugaba cada vez que planeábamos ir allá arriba a comernos el bocata. Poco a poco, la leyenda del Mondalindo fue tomando cuerpo hasta hacer figurar su cumbre, al lado del K2, entre las más desafiantes del mundo. Así, el martes 5 por la noche, más de un mierconista tuvo pesadillas, a las que un dibujo de Salva había contribuido no poco, en las que el tal accidente orográfico se elevaba cada vez más hacia el cielo, creciendo, creciendo, creciendo...



Así que alguno se echó para atrás, aunque siempre con justificante debidamente firmado. Pero otros, ocho en total, Aurelio felizmente entre ellos, no se dejaron amilanar. Después de la agrupación y los cafés en Miraflores a las 10 de la mañana, se alcanzó el puerto de Canencia y se inició la... ¿expedición, asalto, cordada?



Al atravesar la barrera del área recreativa y bien advertidos por señales y carteles de las cosas que no se deben hacer, la temperatura era de 8º, el viento en calma y el cielo estaba casi despejado. Algún comentario se escuchó sobre la posible malicia de las pocas nubes presentes, tan inocentes y decorativas.



Primeramente, una ancha pista bajo el pinar; algún arroyuelo al paso; la poderosa fuerza de la vida emergiendo de la putrefacción, si bien que rebajada con el blanco y negro para disminuir su escatológica presencia. En el punto más al norte del recorrido, de la amplia curva con la que se rodea la Cabeza de la Braña, se deja el bosque y se empieza a avistar la meta de la marcha: nada que ver con las ensoñaciomes alucinadas. Desde aquí, Mondalindo aparece como una cumbre chata y vulgar, con la dignidad, eso sí, de su aparente lejanía y soledad.



Ignacio fija el rumbo con precisión, atrochando sin titubeos hasta alcanzar la pequeña elevación desde la que se divisa con claridad el camino hasta la cumbre.



Aquí se hace la parada del piscolabis, a sotavento de unas rocas, al resguardo del fresco vientecillo. Desde el extenso collado, detrás de nosotros, la Cabeza de la Braña.




El último repecho, con el sendero titubeando entre piedras, pesa en las piernas. Un gesto de victoria con la bandera blanca de la paz alcanzada con nuestras conciencias montañeras y con la esquiva cumbre. Algo se dice sobre la posible oportunidad de enseñar banderas de conquista, pero se queda en que a este grupo le basta y le sobra con la enseña de Ignacio.



La verdad es que la cima del Mondalindo no es más que una plataforma artificial de cemento con su cilindro indicador de vértice geodésico y alguna placas conmemorativas, en medio de los restos de una alambrada herrumbrosa, y con apenas anchura suficiente para acoger al mermado grupo; si el fotógrafo hubiera optado por el autodisparador, probablemente no habría cabido; pero luego se sube a nuestro pequeño kanchenjunga de hoy y da cuenta fotográfica, con ayuda de las fotos de Antonio, de lo que pasa allí y de lo que se ve.




Lo que se ve es, hacia el oeste, la otra cumbre doble de esta cuerda, el Regajo y Peña Negra, con sus antenas y, a la derecha de la foto, el minúsculo macizo de La Cabrera. Hacia el este, el final de la Cuerda Larga, por encima de los Altos de la Morcuera, con La Najarra. Lo que pasa, es que hay como un deseo de agotar el encanto de la victoria, remoloneando alrededor del vértice y haciendo cábalas sobre si completar la jornada con la conquista de la Cabeza de la Braña.

Abandonamos la cumbre. Ya muy abajo, volvemos la vista hacia atrás, al Mondalindo, donde ahora aparecen los riscos que prestan un aspecto algo más altivo a su vertiente sur.



Es la hora del almuerzo y elegimos el asiento de unas rocas primas hermanas de las que han acogido el piscolabis. Entre bocado y bocado, la conversación gira alrededor del desaparecido pitorro. No se vayan ustedes a creer otra cosa: el tal pitorro es el necesario complemento de la botella de Muriel reserva 2005 que Aurelio ha traído, para degustar el buen caldo sin excesivo chupeteo. El pitorro no aparece, tal como a otros sucede, así que hacemos la faena del tinto con aseo aunque este toro no sea un sobrero.



Viene de nuevo el gran collado abierto, hoy sin caballos pero patria florida de algún zorro huidizo como el que le hemos visto atravesar esta mañana. No hay alfombra más mullida que esta hierba de primavera de los praderas y majadas de la sierra. Allí se podría reposar el Muriel y hacer la mejor jornada de reflexión acerca de cualquier cosa. Pero hay delante, como siempre, una escarpada y pedregosa ladera que remontar. Así la traigo en imagen, en tamaño grande y sin mayores adornos.


Encima, la Cabeza de la Braña. Pero Ignacio, compasivamente, nos ahorra el final de la pendiente y, dejando a nuestra derecha la Cabeza, le seguimos hacia el trayecto que nos llevará, de bajada, hacia el Collado Cerrado y, desde allí, hasta los coches.



Pasamos al lado de una caseta de vigilancia que está cerrada -el que vigila nunca desea ser vigilado- y que muestra en su exterior unos adornos metálicos que bien podrían ser antenas o pararrayos o ambas cosas. La discreción me disuade de publicar su fotografía. Por primera vez en el día, es un decir, se da una diferencia de opiniones en el grupo. Unos prefieren seguir el bien marcado y ancho camino que enlaza con el que hemos recorrido esta mañana en la subida, hacia el norte, y otros, de espíritu más aventurero, se decantan por la trocha que baja directamente al Collado Hermoso desde una pequeña cima. Pues que la libertad impere y que cada uno haga lo que le parezca. Así que miren, en ese grupillo de la foto de arriba, a los que optan por el suave descenso y, en otras de las imágenes de abajo, a los que deciden bajar por el áspero sendero. Para mí, que alguno de estos últimos se arrepintió de su elección. Hemos quedado en recordarlo para la próxima.





El Collado Hermoso se llama también Collado Cerrado; hermoso lo es, con su amplia pradera y su pequeña plantación de árboles no se si autóctonos o exóticos. Dicen por ahí que el bosquete de pinos colindante se enriquece con otras especies autóctonas como tejos y acebos, y con otras procedentes de repoblaciones, como abetos de Douglas y secuoyas. No puedo asegurar ninguno de estos datos y bien que lo siento. Lo que sí puedo es preguntarme porqué se le titula Cerrado, cuando parece uno de los más abiertos collados de la sierra, tan extenso y despejado como la frente de algún mierconista. Es uno de esos lugares en que apetecería quedarse si no fuera por aquello de la planificación y de la vuelta al hogar, esa cosa tan moderna y esa otra tan antigua.



El último trecho de nuestro paseo, hasta el puerto, transcurre por un terreno entretenido, con perfiles aguileños en piedra, piñas secas alfombrando el paso, mojones de numeración críptica y el olor penetrante de la resina, que anuncia el tiempo caluroso. En el área recreativa, donde los coches, se nos juntan los compañeros del grupo disidente. Ellos han llegado un poco antes y muy descansados pero seguro que le han sacado un poco menos de partido a este estupendo día. Y esto es tós, tós es tós, todo es, o esto es todo, como diría, aproximadamente, el inolvidable Rabinovich de Los Luthiers.



No, no era todo. Faltaba (mea culpa) la particular crónica - visión de Salva, que no coincide exactamente con lo hasta aquí dicho, pero que explica mejor su dibujo del principio. Que la disfruten o que la tiemblen.