domingo, 27 de enero de 2019

23 de enero de 2019, CASTILLO DE OREJA

Crónica muy prolija en documentación fotográfica a la que Ignacio ha contribuido con su habitual maestría.

Ignacio nos sorprendió con la propuesta de esta ruta por el sur de Madrid, huyendo del mal tiempo de la sierra. José Luis de A., que sigue atentamente la actividad de estos sus amigos, observó: "Ignacio, eres un maestro diseñando rutas a vuela pluma". Acierta José Luis y acertó Ignacio que, muy modestamente, resumió después: "entre tiempo malo y tiempo bueno tuvimos la fortuna de acertar con el bueno". "No es que aciertes, es que eres un “profesional“, contestó Joaquín y este cronista lo corrobora, de manera que apenas hace falta decir más.



Para empezar, las imágenes con regusto un poco añejo alrededor del café, en ese restaurante a la entrada de Aranjuez, en la misma orilla del Tajo, que seguro ocupa un hueco en la memoria de todos o de casi todos nosotros. Muy puntualmente, todos los convocados a las 10 de la mañana fría y soleada.

Luego, en coche, hasta la Casa de la Monta. Los coches se quedan al lado de unos contenedores de basura, entre el río Tajo y las antiguas caballerizas y el paseo empieza allí, una vez puestas las botas y hecho el recuento de mochilas sobre los hombros de cada uno, no fuera a ser.



Al poco, damos con el Azud del Embocador, que tiene su historia y que hoy, además, tiene sus patos disfrutando como críos de la lámina de agua inclinada.



El sendero, paralelo al río, transcurre entre unos carrizos que nos separan del Tajo y campos de cultivo de maíz, apenas brotando. Paseo placentero, muy propicio para las conversaciones y eso tan propio de nuestra condición que es estirar las piernas a ver si crecemos.



Después de seguir el dibujo de los meandros del río durante un buen trecho, toca una larga tirada recta, hacia el sur, hacia las Casas del Soto, ahora obedientes al trazado de la pista para no pisar la siembra. Con el castillo de Oreja a la vista, encaramado en su atalaya, pasamos la entrada a una finca extensa, de regadío, con una gran alquería que tiene un espléndido patio donde hay una fuente central y hermosas galerías. Ladran unos perros. No se ve a nadie por los alrededores. Luego, un tractor con remolque pasa rápido por el ancho camino. Allí mismo, en la cuneta, nos da por hacer un piscolabis de emergencia, que la hora es la hora, más de las 12, y las fuerzas duran lo que duran.



No eran tantas, pero algunas fuerzas eran precisas para remontarnos al castillo, delante de nosotros, encaramado en su promontorio como debe ser y es condición necesaria de todo castillo que se precie.



Este cronista no sabe exactamente porqué, pero siempre le han gustado las fotografías de los castillos en blanco y negro, como las habituales en aquella revista antigua de la Asociación de Amigos de los Castillos, cuando Ortiz de Echagüe y el marqués de Santa María del Villar retrataban España en blanco y negro, más hermosa -y más real- que la España negra urdida por tantos.



Así que nos llegamos al castillo de Oreja, uno de los 10.372 castillos españoles censados por la mencionada Asociación; mejor, a sus ruinas y a las de alguna de sus dependencias repartidas por el risco. Ignacio ha hecho una reseña muy recomendable en el correo que nos envió con la convocatoria. Recomiendo su relectura a los destinatarios y bien que siento dejar con la curiosidad a otros eventuales lectores.



Abandonamos el blanco y negro de la historia y volvemos al color de la rabiosa actualidad con esta vista del castillo y las blancas y alineadas casetas, y con otra del extenso regadío circular que se domina desde allí. Creo recordar que hubo una interesante conversación sobre la agricultura y su necesidad, más allá de su rentabilidad y su utilidad, esa difícil cuestión a la que solamente se sabe responder hoy trasladando desequilibrios de región en región y de continente en continente.



Un poco más arriba del castillo, sobre el mismo promontorio, las ruinas de un pequeño poblado, el de Oreja, cuyos últimos habitantes lo abandonaron en 1959, según leo en este documentado enlace. Después de un breve recorrido por su única calle y husmear en algunas de las viviendas, nos quedamos para memoria del lugar con las magníficas chimeneas - cocina, el hogar de la casa, en cada una de las casas. Este cronista piensa que una ruina es una pena, pero una ruina pintarrajeada con pintura de bote a presión es una doble pena y ganas de tirar el dinero.



A la vera de la ermita de Nuestra Señora de la Asunción, ésta bien conservada, al resguardo del viento que empieza a arreciar y acariciados por este sol de invierno castellano, tomamos nuestro almuerzo, hoy "abordecapilla" y bien, no vayan ustedes a creer. También nos hacemos una foto formal a la vuelta de la esquina de la comida. Entre una y otra, ahí nos tienen ustedes a todos.



Nos queda volver. Así que hay que descender la tachuela de nuestro llano paseo de hoy y enfrentar, en un largo y recto recorrido, el fuerte ventarrón de cara. Unas nubes muy grises sobre la escarpadura me sirven de nuevo pretexto para interpretar en blanco y negro esta fotografía de Ignacio. Cardos, carrizos y arbustos secos compiten en componer el contraluz más interesante. El viento arrastra por el ancho camino unas parientes esbeltas de esas plantas secas en forma de bola que corren por los terrenos más áridos de las películas del Oeste. El cronista se divierte empujándolas al paso de sus compañeros.



En la vecindad de las Casas de Sotomayor a las 4 de la tarde, más de una hora después de haber regresado a la horizontalidad de la pista.



Sobre el gran portón de la Casa de la Monta, al lado de donde se han quedado nuestros coches por la mañana, un escudo esculpido en piedra reza "Vento gravidas ex prole putabis", que quiere decir: "a juzgar por sus potros os parecerán fecundadas por el viento". Se refiere a las yeguas de estas imponentes caballerizas mandadas construir por Carlos III, y a sus veloces potrillos. Y el precioso lema parece hecho a propósito del fuerte y constante viento que nos ha acompañado esta tarde, a la vuelta de nuestro castillo.

En el parabrisas de uno de nuestros coches, un aviso escrito a mano de que aquél sitio es más bien el de aparcar los contenedores de la basura. Lo tendremos en cuenta y lo haremos saber a Patones, donde los automóviles se deben dejar obligatoriamente a la entrada del pueblo, precisamente donde la basura, a fin de promover la mayor uniformidad posible de la normativa en el territorio nacional.