En un ensanche de la carretera, a orilla del pequeño embalse de Riofrío, a las 11 de la mañana, después de haber pasado por Cotos de Monterrey y su café y haber recorrido los cerca de 75 km., dejamos coches y nos ponemos a andar Gonzalo, Ignacio, Joaquín, José Luis, Rodrigo y un servidor de ustedes. El día está nublado y frío, muy otoñal y, por lo tanto, muy cercano al cronista. A la vista, prevalecen los ocres del robledal, muy matizados, antes de la intensidad de las hayas. También Ignacio ha traído la cámara, de manera que a esta crónica le podrán faltar palabras pero no imágenes.
Una breve parada para conversar al poco de iniciar el paseo -cosas de mayores- es ocasión para el primer retrato del grupo. El camino paralelo al río Riaza es fácil de seguir, pequeños titubeos aparte; tiene alfombra mullida de hojas y tramos de piedras sueltas que ayudan a recordar la condición indigente de los que cumplimos años aunque "los-que-están-como-nosotros..."
Pequeño titubeo sobre el trazado y el cronista, dado a los excursos (además de a los discursos, vulgo crónicas), cruza el río para explorar y se separa durante un buen rato de sus cinco compañeros de paseo. Nada consigue en la media hora larga en que vaga entre majuelos y piornos y zarzales y espinos y yo que sé, salvo empaparse botas y pantalones y confirmar que por allí, en esa ladera, en la margen izquierda del río, no hay camino franco hacia el puerto. De manera que vuelve sobre sus pasos y busca un vado hacia la ruta original. Lo encuentra sin mayor daño que la mojadura -breve daño- y trae aquí, como trofeos de su rodeo, retazos de bosque, hojas, piedra, liquen y musgo. ¡Y esa luz...!
Sendero arriba, una pareja con perro viene de encontrarse con el grueso de la expedición y el cronista atolondrado averigua que están un par de cientos de metros más arriba y que han preguntado por él. De manera que todo está en su sitio. Aprieta el paso y les alcanza en el piscolabis, esperándole, sin reproches, que son buena gente.
En el corazón del hayedo no hay descanso para la mirada y para la fotografía, codiciosa de nuevos rincones y formas y encuadres; y de brillos y colores y contrastes. Ignacio propone un "split" (separación, división, ruptura, escisión) momentáneo del grupo para que los fotógrafos puedan recrearse con calma en las maravillas que les rodean, mientras los otros cuatro siguen hacia el puerto de la Quesera sin más instrumentos que sus ojos, que ya son bastante.
Es cerca de la 1 de la tarde cuando salimos del hayedo. La niebla vela las cumbres. Una ventana en la roca permite asomarse al paisaje y a la cámara de Ignacio. Desde fuera también se revela el encantamiento del bosque en forma de llamaradas de color.
Arrecia el viento arriba y no tanto las ganas de comer, que aún no son ni las 2 y el piscolabis no está muy lejano, pero si hubiera un resguardo sería el momento de hacer una parada y fonda. Lo encontramos al otro lado del paso. En la foto -sin Gonzalo, que no entraba- el lugar elegido para descansar y almorzar y hacer planes para el próximo día.
El descenso lo hacemos por la carretera de un tirón, embebidos en las sorpresas de la luz cambiante en cada curva.
Vuelve a aparecer la plateada superficie del embalse, tan discreta. Son las cuatro de la tarde y aún hay espacio para nuevos matices en el inmenso repertorio del día.
En la plaza mayor de Riaza, donde ponemos fin al paseo, más colores, -éstos sin embargo deseo que no otoñales-, en el amarillo y rojo de la bandera.
Magníficas fotos. Deliciosa crónica. Enhorabuena a los reporteros y al editor.
ResponderEliminarUn gran día mierconista.